Ya sea con un libro electrónico o con uno de los de toda la vida, de esos impresos en papel que cuentan historias poniéndolas negro sobre blanco, irse a la cama con algo para leer no es nada disparatado en la actualidad. De hecho, un rato de lectura antes de acudir al diario encuentro con Morfeo es lo más normal del mundo en nuestra sociedad. Sin embargo, no siempre fue así.
De hecho, en los no tan lejanos siglos XVIII y XIX esa inocente actividad era considerada todo un escándalo. No solo resultaba peligrosa para la propia integridad física del lector en cuestión (y de sus familiares), sino que, además, era vista como algo contrario a la moral de la época.
El primer prejuicio contra la lectura nocturna en la cama tenía cierta base. No en vano, leer en la cama en esa época implicaba tener a mano una vela con la que alumbrar las páginas del libro en cuestión. Si hoy una lámpara en la mesita de noche, una linterna (la del móvil, por ejemplo) o incluso la propia iluminación de la pantalla de un ‘e-book’ son suficientes para una plácida sesión de lectura, hacerlo con una vela conllevaba un peligro: en caso de quedarse dormido, el fuego podía terminar provocando un incendio.
De hecho, los hubo: le sucedió al barón Walsingham en 1831, cuando una noche cayó rendido en plena lectura, con consecuencias trágicas tanto para él como para su esposa, tal y como relata la prensa de la época. Su caso fue catalogado como “el más terrible peligro”. El que las camas de la época contaran con dosel no ayudaba nada y hacían del sueño y el fuego una mala combinación, que pareció convertirse en moda.
Este y otros incidentes sirvieron para advertir a los ávidos lectores de la época: desde los propios libros, se recomendaba acabar el día en la oración, evitando así tentar a Dios. Así, se relacionaba la lectura en la cama como una suerte de acto inmoral. Para apoyar esta idea, la desgracia vinculada a eso de llevarse los libros a la cama se dramatizaba de forma habitual.
Así, Hannah Robertson exponía en sus memorias, escritas en 1791, el caso de un noruego que también cayó dormido mientras dormía, incendiando todo el hogar. Incluso las biografías de personajes ilustres que habían pasado a mejor vida censuraban este hábito. Así, en 1778, una biografía póstuma del poeta Samuel Johnson reprobaba la costumbre del literato de leer en la cama. Por su parte, la biografía del también escritor Jonathan Swift señalaba que el irlandés casi incendió el Castillo de Dublín por ese mismo mal hábito.
Sin embargo, la sangre no debía llegar al río. La lectura en la cama no tenía que provocar tanto alarmismo, porque, en realidad, no era la causa de tantos incendios como pudiera parecer. De los cerca de 30.000 incendios que se produjeron en Londres en las tres décadas que van desde 1833 hasta 1866, solo una treintena de ellos estaban relacionados con la lectura nocturna en el catre. Es más: los gatos fueron responsables de un número similar de incendios en esa época.
¿Miedo a lo desconocido?
Más allá del lógico temor a un posible incendio, la intranquilidad que producía la lectura nocturna estaba relacionada con algo mucho más simple: se trataba de algo totalmente insólito y novedoso. No en vano, hasta la época la lectura era un acto prácticamente oral: alguien con acceso a libros y educación procedía a la lectura, en voz alta, ante el auditorio correspondiente.
La expansión de la imprenta y la escalada de clases burguesas hicieron que la lectura también se expandiera. Además, el cambio de algo tan primitivo como el dormitorio de las casas influyó: si bien hasta la fecha el sueño se hacía en habitaciones comunes para aprovechar el calor (algo que siguieron haciendo campesinos y otras clases menos favorecidas), fue en esta época cuando nacieron y se reprodujeron los dormitorios privados. Se creaba, así, el entorno ideal para leer sin molestar con la luz.
De hecho, hay quienes señalan que esto último fue más determinante que el fuego para ver en la lectura nocturna un peligro moral. No en vano, la lectura oral se hacía en comunidad y, por lo tanto, de forma supervisada por el propio lector. Sin embargo, leer en la soledad de un dormitorio conllevaba un peligro mucho peor que el fuego: el lector podía desarrollar su propia imaginación, fantasear con base en lo leído o incluso analizar con espíritu crítico lo plasmado en el papel.
Por si fuera poco, la lectura podía atrapar a los incautos de mala manera. Le sucedió a la soprano del siglo XVIII Caterina Gabrielli, que no acudió a una cena de gala por estar en la cama leyendo. De hecho, cuando fueron a por ella se disculpó por su falta de educación y, acto seguido, continuó con la lectura.
En definitiva, la posibilidad de provocar un incendio, de comenzar a pensar por sí solos o de dejar de atender otros compromisos hizo de la lectura nocturna una suerte de actividad prohibida (o, al menos, socialmente vetada) en los siglos XVIII y XIX. Hoy, irse a la cama con el teléfono móvil no siempre está bien visto, pero los libros no corrieron mejor suerte en su momento. ¿Quizás sea el miedo a lo desconocido?
—-
Con información de The Espectator, The Atlantic y Objetc Lesson. Imágenes de bark, Wikimedia Commons y mark sebastian.